martes, 17 de febrero de 2009

LA GESTIÓN DE LAS FUNDACIONES EN EL SIGLO XXI: RETOS, TENDENCIAS Y UNA HOJA DE RUTA



Las fundaciones desarrollan su trabajo en un entorno complejo y cambiante donde cooperan y compiten con todo tipo de grupos de interés, entidades no lucrativas (ENLs), administraciones públicas y empresas. Se enfrentan a tres retos: definir su identidad y diferenciarse, mejorar su capacidad en términos de equilibrio entre recursos y fines, y evitar el riesgo de obsolescencia gracias a una adecuada gestión de sus propios procesos de cambio organizativo. Las más punteras se enfrentan a ellos vía propuestas de autorregulación voluntaria y transparencia, profesionalización, y adopción de nuevos modelos de gestión filantrópica y herramientas de gestión empresarial. La hoja de ruta para conseguir una ventaja competitiva tendrá la confianza como núcleo y los valores, la especialización y el refuerzo de la capacidad organizativa serán los tres ejes que la nutran.

Las fundaciones desenvuelven hoy su labor en un entorno cambiante de alta complejidad. Tomando como punto de partida el modelo, ya clásico, de Michael E. Porter de las fuerzas que configuran la estrategia de una organización (Porter, 1979), podríamos decir que las fundaciones definen sus opciones y estrategias no sólo en función del entorno económico y regulatorio, sino también en función de las opciones y estrategias de una serie de stakeholders o grupos de interés con los que interactúan: fundadores y donantes, medios de comunicación, opinión pública, entidades colaboradoras y competidoras, usuarios y beneficiarios, proveedores, bienes o servicios sustitutivos, nuevos entrantes al mercado, etc. Este imbricado modelo de competencia y cooperación puede trasladarse a un nivel suprasectorial, donde la interacción de las fundaciones y demás entidades del tercer sector con las administraciones públicas y el sector empresarial ha alcanzado de igual modo una intensidad y complejidad sin precedentes.

En el entorno al que nos referimos, y en particular caso de España, las fundaciones conviven con varias fórmulas de participación privada organizada en fines de interés general en un espectro que abarca desde compromisos filantrópicos tradicionales, con apuestas largoplacistas y sin ánimo de lucro, hasta modalidades más próximas al mundo de la publicidad y las relaciones públicas por su carácter ocasional y por ir dirigidas, en cualquier caso, a maximizar los beneficios de la empresa. Un entorno donde el mundo fundacional entabla múltiples puntos de contacto con el empresarial. En este espectro lleno de matices y no exento de discontinuidades, y de mayor a menor compromiso filantrópico y horizonte temporal, arrancaríamos con las entidades no lucrativas dedicadas a la filantropía. Se situarían en ese extremo las fundaciones privadas patrimoniales, seguidas de las fundaciones que, aún no pudiendo financiarse de manera exclusiva gracias a su propio patrimonio, cuentan con autonomía En el entorno al que nos referimos, y en el particular caso de España, las fundaciones conviven con variadas fórmulas de participación privada organizada en fines de interés decisoria. A continuación se encontrarían las fundaciones corporativas, en auge durante las últimas décadas, y las cajas de ahorros y sus fundaciones. Estas modalidades de participación privada en fines de interés general se sitúan en la órbita de la responsabilidad social corporativa (RSC), que nada tiene que ver con la filantropía aunque en muchas ocasiones aparezcan yuxtapuestas y en otras se confundan, pues se refiere a la manera en que las empresas gestionan y mejoran su impacto social y medioambiental para generar valor tanto para sus accionistas como para sus stakeholders (clientes, trabajadores, proveedores, comunidades en las que se insertan y sociedad en general), a través de la innovación en su estrategia, organización y operaciones. La RSC no sólo expresa un compromiso de la empresa con la sociedad sino que puede convertirse en una fuente de ventaja competitiva para ella. Se trata pues de una opción estratégica que debiera permear todo el quehacer de la empresa pero que no precisa necesariamente de fundaciones instrumentales para su implementación. De vuelta al espectro, seguirían las fórmulas de acción social de la empresa (una de las herramientas de la RSC) y el marketing con causa, más tácticas que estratégicas y competencia por lo general de las áreas de marketing, comunicación y relaciones institucionales o recursos humanos. Al final de este espectro de grises se posicionarían todo tipo de figuras a disposición de las empresas previstas en la legislación sobre mecenazgo, fronterizas ya con el mundo del patrocinio publicitario.



El modelo que acabo de describir someramente es propio, por su sofisticación, de las economías más desarrolladas, y pone de manifiesto la puesta al día del tejido empresarial de nuestro país en el ámbito del mecenazgo y la responsabilidad corporativa. Específico de España es, sin embargo, el alcance de la obra social de las cajas de ahorros -en sí mismas entidades financieras de naturaleza fundacional-, bien directamente o a través de fundaciones propias, con una inversión en los últimos cinco años de casi 5.680 millones de euros. [2] Otro tanto podríamos decir, por su creciente complejidad, acerca de las modalidades de interacción de las fundaciones con las administraciones públicas. Los patrones de relación entre el sector fundacional y el público abarcan desde la sustitución a la complementariedad, y desde la instrumentalización (el caso de las fundaciones públicas) a la subvención, pasando por la subcontratación característica, por ejemplo, del tercer sector de servicios sociales.
Son varios los estudios que, a pesar del difícil acceso a fuentes registrales actualizadas para todo el territorio nacional, han abordado la especificidad del sector fundacional español durante la década de los noventa; y lo han hecho desde puntos de vista diferentes (jurídico, económico, etc.), y tanto de manera aislada para las fundaciones (VV.AA., 2001) como de forma agregada en el seno del sector no lucrativo (Ruiz Olabuénaga, 2000). En estos estudios se confirma el boom experimentado por el sector fundacional español tras la llegada de la democracia, con un acelerado crecimiento en el número de entidades, exacerbado en la década de los 90. Este hecho, combinado con el entorno competitivo, cada vez más complejo, que hemos descrito en los párrafos anteriores pone de manifiesto la aparición en España de un mercado de participación privada organizada en fines de interés general, embrión de un verdadero mercado filantrópico, con un número de participantes y un caudal de información disponible crecientes. Ahora bien, volviendo a las especificidades del mundo fundacional, éste se perfila no sólo como un sector joven, sino también como un sector polarizado territorialmente en torno a Cataluña y la Comunidad de Madrid, escasamente capitalizado, minifundista, financiado en porción mayoritaria con fondos públicos aunque en progresiva diversificación, y principalmente dedicado a la prestación de servicios asistenciales y educativos. Este análisis pone de manifiesto una desproporción entre los fines perseguidos por muchas de estas entidades y los medios de que disponen para conseguirlos. Así, la tendencia ha sido a crear fundaciones cada vez menos significativas en términos de dotación, especialmente a partir de 1990, precariedad que se ha trasladado también a las variable de gastos e ingresos (el 42% de las fundaciones creadas entre 1990 y 1997 contaba con ingresos anuales por debajo de los 10 millones de pesetas). [3]

Tras los primeros estudios publicados dentro del proyecto “La economía social en España” sobre la dimensión económica del tercer sector en general y del subsector de asociaciones y fundaciones en particular (Jiménez, 2005), el avance de resultados del análisis monográfico sobre las fundaciones dirigido por los profesores Viaña y Jiménez reitera buena parte del perfil pergeñado en el párrafo anterior y arroja nueva luz sobre su caracterización económica. [4] Se refiere así a un sector sometido a controles administrativos de un rigor sólo comparable al de las entidades financieras españolas, en el que dos terceras partes de las 7.150 fundaciones activas a comienzos de 2001 son “invisibles” (esto es, resultan ilocalizables de todo punto), adoleciendo el otro tercio de una muy escasa transparencia en lo que a la información económica respecta. Concluye que existe un elevado grado de voluntarismo con sólo un 30% de fundaciones con empleados remunerados, y un reducido alcance nacional o internacional al ser la mayoría de fundaciones de ámbito local (28%) o autonómico (32%). Dibuja un sector con mayor proporción de empleo a tiempo parcial, menores salarios medios, mayor feminización y menor productividad, siempre en relación a los promedios para el conjunto de la economía española. Las fundaciones representan el 0,4% del empleo asalariado y el 0,3% del PIB en España. El sector fundacional presenta, en el lado positivo del balance, una modesta capacidad de financiación, en contraste con el fuerte déficit de las asociaciones
LOS RETOS

En este contexto el primer reto al que se enfrentan las fundaciones es un reto identitario. Las fundaciones tienen pendiente, como el tercer sector en su conjunto, definir su identidad en positivo y más allá de la mera negación de lo empresarial o lo público. Deben además afrontar el reto de la diferenciación dentro del propio subsector fundacional, pues la paulatina sofisticación en lo cualitativo a la que nos hemos referido ha ido acompañada de un acelerado incremento del número de fundaciones que hace más urgente que nunca la necesidad que cada fundación tiene de posicionar su marca, misión y programas de forma clara y diferenciadora.

El segundo gran reto para las fundaciones es el de la capacidad. La fragmentación del sector (el minifundismo o tendencia a crear organizaciones cada vez más pequeñas) no sería un problema si no estuviese asociada al desequilibrio entre recursos y fines de las entidades en términos de descapitalización, por un lado, y de dependencia de la financiación pública, por otro. Sin minusvalorar a las fundaciones de tamaño reducido (las fundaciones pequeñas pueden hacer grandes cosas si se especializan) ni a las fundaciones sin patrimonio (depender de la captación de fondos no es problema en tanto en cuanto la estructura de costes y los compromisos ante terceros se ajusten a la variabilidad de los flujos de ingresos), sí es cierto que la desproporción entre los recursos de que disponen muchas fundaciones y los objetivos que persiguen se ha traducido en precariedad, reforzada si cabe por la insuficiente dinámica de colaboración entre algunas y por la falta de especialización de otras (Rey, 2004).

Este desequilibrio entre objetivos y medios no es, sin embargo, exclusivo de las fundaciones captadoras de fondos, sino que puede afectar también a las que pretenden vivir de su propio patrimonio. A la descapitalización ex ante que se produce al fundar sin un capital mínimo inicial que garantice, no ya el sostenimiento de la entidad, sino su simple puesta en marcha, se suma la descapitalización ex post que resulta de aplicar las exigencias de gasto fundacional dictadas por el regulador, máxime en contextos de bajos tipos de interés o atonía bursátil. Sin llegar al nivel abiertamente descapitalizador del sistema estadounidense, que exige a las fundaciones destinar al menos el 5% del valor de sus activos cada año a gasto fundacional, la norma española de destinar a ese apartado al menos el 70% del importe del resultado contable ajustado hace muy difícil, no ya acrecentar el valor en términos reales del patrimonio de una fundación, sino simplemente mantenerlo en el medio y largo plazo, salvo adopción de políticas inversoras de riesgo elevado. [1]
Así las cosas, la capacidad de hacer de muchas fundaciones que se nutren de rendimientos de su propio patrimonio se ve mermada por la mengua del valor real de sus activos. La entrada de nuevos agentes en el mercado con empuje juvenil y recursos sobrados –el caso más mediático el de The Bill and Melinda Gates Foundation, con un capital que superaba a finales

de 2005 los 29.000 millones de dólares- redunda también en una relativa disminución de la capacidad de las fundaciones de mayor solera. En idéntico sentido juega la creciente complejidad de la problemática social que las fundaciones pretenden resolver, pues convierte el impacto real de muchas de sus iniciativas en algo puramente testimonial.

El tercer reto está relacionado con el riesgo de obsolescencia de las fundaciones. Si la resistencia al cambio es connatural a toda organización, en el caso de las fundaciones esta resistencia puede verse incluso reforzada por su naturaleza conservadora. Porque las fundaciones nacen para preservar y acrecentar el mandato de un fundador o fundadores a perpetuidad y, en el caso de aquellas dotadas con patrimonio, también el valor real de sus activos. Resulta cuanto menos paradójico que, a pesar de esta esencia conservadora, la mayoría de las fundaciones persigan fines de interés general íntimamente conectados a la transformación de la sociedad (la educación, la investigación, los servicios sociales, la cultura…), y todo ello en un entorno complejo y en permanente transformación.

Es por ello que muchas fundaciones han dado ya pasos decididos para gestionar sus propios procesos de cambio organizativo, conscientes de que su valor a los ojos de la sociedad dependerá de que logren maximizar el valor de sus soluciones a retos de interés general, una vez descontados los costes administrativos y de perpetuidad (holding costs o coste en valor actual de aplazar gasto fundacional para reforzar la dotación en el presente). [2] En el límite, y conscientes de la dificultad de cuantificar estos parámetros, sólo si esa aportación de las fundaciones es valorada por la sociedad más altamente que el gasto público (en términos de coste de oportunidad de la exención fiscal concedida a las fundaciones), o que la filantropía no organizada y/o no perpetua, la existencia de aquéllas se verá justificada.

LAS TENDENCIAS

¿Cómo se enfrentan las fundaciones más punteras desde el punto de vista de sus estrategias de gestión a estos tres retos –identidad, capacidad y obsolescencia-?

En primer lugar, se autorregulan de forma voluntaria en lo que a transparencia se refiere, conscientes de que esa y otras prácticas de buen gobierno son la solución óptima a cualquier problema de imagen del que el sector pueda adolecer en este momento y previenen males mayores. Más allá de las exigencias de reporting previstas en la legislación vigente, muchas fundaciones están, si no elaborando códigos de buen gobierno centrados en la transparencia o adhiriéndose a los códigos de conducta ya existentes, sí al menos intentando mejorar los procesos de comunicación externa e interna, y muy en particular los que conectan a los patronos con los equipos de personal asalariado y voluntario y, sobre todo, a la organización con sus donantes. Para ellas “comunicación” ha dejado de ser sinónimo de diseminación de información y se ha convertido en una de las herramientas básicas de la estrategia fundacional. [1]

En el caso particular de las fundaciones que dependen de la captación de fondos para su funcionamiento, ese eventual esfuerzo voluntario en pro de la transparencia se ha convertido en un requisito para su supervivencia, pues tanto los donantes individuales como las entidades financiadoras la reclaman en cada vez mayor medida. Las entidades donantes son, de hecho, el principal promotor de este tipo de buenas prácticas por la vía de la comparación con estándares o benchmarking. Buen ejemplo de esta tendencia es la Guía de la transparencia y las buenas prácticas de las ONG de la Fundación Lealtad (2006), que evalúa en su cuarta edición para 115 ONG, muchas de ellas fundaciones, el grado de cumplimiento de nueve principios de transparencia y buenas prácticas: funcionamiento y regulación del órgano de gobierno, claridad y publicidad del fin social, planificación y seguimiento de la actividad, comunicación e imagen fiel en la información, transparencia en la financiación, pluralidad en la financiación, control en la utilización de fondos, presentación de las cuentas anuales y cumplimiento de las obligaciones legales y promoción del voluntariado. Huelga decir que este tipo de iniciativa, y cualquier otra que redunde en más y mejor información para los agentes que participan en el mercado de participación privada organizada en fines de interés general, facilitará enormemente su desarrollo en España.

En segundo lugar, las fundaciones más punteras en materia de gestión procuran profesionalizarla. La profesionalización del sector fundacional camina pareja a su capacidad para atraer personas altamente cualificadas y a las oportunidades de formación continua que un número creciente de foros, asociaciones y otras iniciativas sectoriales brindan (entre ellas

la Asociación Española de Fundaciones, el European Foundation Center, la Coordinadora de ONG para el Desarrollo España o la Plataforma de Entidades de Acción Social).[2]

En tercer lugar, las fundaciones en vanguardia evalúan y adoptan nuevos modelos de gestión filantrópica. Superadas ya la fase caritativa y la filantropía científica característica de principios del siglo XX, el tránsito hacia el XXI ha sido testigo de la convivencia de diversos modelos, desde la venture philanthropy hija del capital riesgo y de la entrada en el mundo filantrópico de jóvenes emprendedores (Letts et al., 1999), hasta el paraguas de la filantropía creativa que da título al último libro de Anheier y Leat (2006), pasando por la propuesta de Tayart de Borms (2005) de que las fundaciones se conviertan en catalizadoras o mediadoras de procesos de cambio social para conseguir un verdadero impacto en un mundo globalizado.

Con mayores o menores dosis de innovación, lo cierto es que todos estos modelos tienen en común dos características. La primera, el abandono de la pura concesión de ayudas como núcleo de la actividad fundacional a favor de la prestación de servicios y de la configuración de mentalidades y comportamientos sociales. La segunda, el arrinconamiento de un paradigma donde la utilidad de las fundaciones se medía en relación a la actividad del sector público complementada o sustituida, a favor de un modelo donde su capacidad de emprender procesos de transformación social, evaluada por su impacto, cobra todo el protagonismo. En este nuevo paradigma las fundaciones adquieren un potencial insospechado, al ampliar su abanico de opciones y metodologías en busca de ese impacto. Además de conceder ayudas, las fundaciones emplean la comunicación estratégica, la colaboración con entidades de todo tipo y la movilización ciudadana; intervienen en procesos decisorios destinados a configurar políticas públicas, promueven investigaciones sociales y hacen activismo. La propia King Baudouin Foundation es un excelente ejemplo de este giro estratégico (Tayart de Borms, 2005), y el trabajo de Anheier y Leat (2006) provee de más casuística en la misma dirección, con análisis de las fundaciones Wallace o Rosenberg o del Joseph Rowntree Charitable Trust.

En cuarto y último lugar, las fundaciones punteras han adoptado herramientas de gestión empresarial, siempre pasándolas por el tamiz de sus valores y necesidades específicos. Entre ellas cabría destacar no sólo la importación de herramientas financieras y de marketing directamente aplicables, sino la implantación de sistemas de planificación estratégica y de gestión de calidad.[3] Esto les ha permitido pasar de una gestión voluntarista a otra preocupada por la eficiencia, y sustituir preocupaciones tácticas por otras más estratégicas, con el fin último de conseguir una efectividad o impacto evaluables. Estas fundaciones, aun reconociendo la dificultad de medir dicha efectividad, se preocupan por formular indicadores de su impacto (sus realizaciones materiales), influencia (su labor de configuración de corrientes de opinión y mentalidades) y apalancamiento (lo que consiguen que otras entidades hagan). Cabe destacar por su alcance el informe “Philanthropy Measures Up”, que incluye un benchmarking de buenas prácticas en medición del impacto filantrópico por parte tanto de venture philanthropists como de fundaciones tradicionales (Annie E. Casey, Edna McConnell

Clark, Bill y Melinda Gates, WK Kellogg, etc.) y un catálogo de herramientas y hallazgos que coadyuvan a dicha medición. [4]

Para concluir este apartado me atrevería a decir que el objetivo último de los nuevos gestores debiera ser reforzar todos aquellos factores que, combinados con las competencias de las fundaciones –que son sus recursos, pero también su capacidad para utilizarlos de forma efectiva-, producen una ventaja competitiva para sus entidades (Porter, 1985). Este concepto ha sido aplicado ya con éxito al mundo de la “filantropía corporativa” (Porter y Kramer, 2002), pero hasta donde sabemos no había sido aplicado todavía al mercado fundacional. La ventaja competitiva de la filantropía corporativa consiste en que la empresa utilice la filantropía para mejorar su entorno competitivo enfocándola al contexto donde desarrolla sus operaciones. En el caso de una fundación los factores que, en combinación con sus competencias, se traducen en una ventaja competitiva son los siguientes: un balance óptimo entre recursos y fines, su naturaleza esencialmente privada, una visión de largo plazo, su autonomía de gobierno y su capacidad para generar soluciones óptimas e ideas innovadoras que reviertan a la sociedad. La combinación de las competencias con estos factores produce fundaciones líderes que crean un mayor valor social y/o a menor coste que otras fórmulas alternativas (empresas, administraciones públicas o individuos).

UNA PROPUESTA DE HOJA DE RUTA

Las fundaciones deberán confeccionar una personal hoja de ruta para brujulearse en este nuevo siglo y avanzar hacia la consecución de una mayor ventaja competitiva. Si tuviéramos que definir el negocio fundacional en una sola palabra, esa palabra sería confianza. La confianza es el núcleo del quehacer de las fundaciones, y es la responsabilidad de sus gestores saber generarla y mantenerla. La confianza de los fundadores, donantes, patronos, usuarios y público en general. Confianza en que la misión de estas organizaciones merece la pena y en que serán capaces de hacerla realidad.

Existen tres ejes sobre los que incidir de forma continuada para generar y alimentar esa confianza. El primero es el de los valores. Las fundaciones deben ser a la vez misionarias y visionarias y, además, buenas comunicadoras. Una fundación sin una misión clara, una visión propia del entorno y de las metodologías para incidir sobre él, y un conjunto de valores a ser posible explícitos se queda corta. El segundo eje pasa por la especialización. Una vez trabajados los valores hay que reajustar los fines de la fundación. Es posible que ello exija un estudio de mercado previo, un reenfoque de la misión y de los objetivos de la organización y, por último, el abandono o externalización de todo aquello que pudiera distraer de esa misión y objetivos enfocados, por doloroso que este proceso pueda resultar. El tercer y último eje es el de la capacidad organizativa. Ajustar los medios o recursos a los nuevos fines requiere de planificación interna, de una estructura lo más flexible posible y de colaboración o al menos coordinación con otras entidades. El círculo virtuoso de la planificación estratégica, donde los objetivos se implementan y evalúan una y otra vez para alimentar el aprendizaje de la organización, resulta sumamente útil a este respecto. La estructura flexible permite a las fundaciones afrontar el reto de la obsolescencia ligeras de equipaje. Un organigrama lo más plano posible y compuesto de gestores de proyectos, con un asesoramiento externo y puntual por parte de expertos, pudiera ser una solución óptima. En cuanto a la colaboración con otras entidades, tanto no lucrativas como públicas o empresariales, es absolutamente obligada si se quiere conseguir un impacto real sobre la sociedad (Vernis et al., 2004).

Un entorno regulatorio que disuada la creación de fundaciones viables y potentes genera un enorme coste de oportunidad para la sociedad. En primer lugar, en términos de oportunidades perdidas de dedicación de recursos privados a fines de interés general. En segundo lugar, en cuanto a oportunidades perdidas de uso más efectivo de recursos públicos, por la vía del tratamiento fiscal favorable concedido a las fundaciones. El argumento contrafactual es incluso más demoledor: qué hubiese sido de los intereses generales en las sociedades occidentales sin la labor de impacto, influencia y apalancamiento de tantas fundaciones durante el siglo XX. La mayor parte de los reguladores occidentales parecen haberlo entendido así, y el siglo XXI ha arrancado con un entorno jurídico-fiscal que reconoce la relevancia de un sector interesado en mejorar sus prácticas de gestión y, sobre todo, preocupado por innovar para conseguir un verdadero impacto social.

El entorno socioeconómico en el que actúa y de los retos de identidad, capacidad y obsolescencia a los que se enfrenta. No se trata sólo de que las fundaciones hayan demostrado una capacidad milenaria para canalizar organizativamente el impulso filantrópico que es connatural al ser humano. Se trata, sobre todo, de la aparición en España de un mercado de participación privada en fines de interés general cada vez más competitivo, donde las fundaciones, vehículo por excelencia de la filantropía organizada, tienen un peso relativo creciente. Al aumento del número de fundaciones propio del último tercio del siglo XX, del que España es un caso paradigmático, hay que sumar mejoras cualitativas tanto internas (profesionalización de la gestión) como externas (esfuerzo por una mayor transparencia).

En este contexto los órganos de gobierno y directivos de las fundaciones son responsables por partida triple. Deben dirigirlas de la manera más eficiente y efectiva posible al objeto de conseguir el impacto social deseado. Deben mejorar su capacidad organizativa y conciliar un esfuerzo por especializarse o diferenciarse con dinámicas de colaboración con entidades complementarias. En segundo término, deben también ser capaces de comunicar esos resultados a la sociedad. Y deben, por último, mantener el rumbo orientado permanentemente hacia los valores que animan la misión de sus fundaciones. Un sector fundacional caracterizado por la búsqueda continua de excelencia y un fuerte compromiso personal de los órganos de gobierno y demás equipo humano con la misión de cada entidad es el mejor posible para que la vocación de fundar se contagie, la relación de confianza con el regulador y la sociedad en general se alimente y el sector atraiga mayores recursos y nuevo talento.

A raíz de la donación por parte de Warren Buffett de 37.000 millones de dólares a The Bill and Melinda Gates Foundation en junio de 2006, la filantropía ha vuelto a protagonizar la actualidad informativa y algunos medios de comunicación han evocado una célebre cita de 1889 de Andrew Carnegie, verdadero ideólogo de la filantropía organizada y perpetua del s. XX, que golpeó las conciencias de sus coetáneos:

... el hombre que muere dejando tras de sí millones de riqueza disponible, que debiera haber administrado en vida, pasará “sin ser llorado, sin honra y sin que le canten”, sean cuales sean los destinos de esa escoria que no puede llevarse consigo. En casos como éste el veredicto público será: “El hombre que muere rico de este modo muere en desgracia.”

Para finalizar este artículo, preferimos otra cita de su rabiosamente actual The Gospel of Wealth, quizás menos conminatoria, pero de gran calado para todos los que deciden dedicar sus recursos a la filantropía organizada:

Conviene recordar que se requiere no menos capacidad que la que generó la riqueza para utilizar ésta de manera que sea realmente beneficiosa para la comunidad.
En los albores del s. XXI, un nuevo filántropo, Bill Gates, ha reformulado esta preocupación de Carnegie al constatar que “distribuir dinero de manera efectiva a fines caritativos no es tan fácil como podría pensarse. La disciplina y una estrategia son esenciales. Es imperativo dar sabiamente”. El acervo de conocimiento acumulado por las fundaciones a lo largo de tantos años administrando recursos sin ánimo de lucro y en beneficio de la sociedad ha de ser utilizado como trampolín hacia la filantropía del nuevo siglo, caracterizada por aunar un compromiso misionario con una orientación estratégica hacia resultados mensurables.

Fuente Fundación Luís Vives
Autora: Marta Rey

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