martes, 17 de febrero de 2009

LA GESTIÓN DE LAS FUNDACIONES EN EL SIGLO XXI: RETOS, TENDENCIAS Y UNA HOJA DE RUTA



Las fundaciones desarrollan su trabajo en un entorno complejo y cambiante donde cooperan y compiten con todo tipo de grupos de interés, entidades no lucrativas (ENLs), administraciones públicas y empresas. Se enfrentan a tres retos: definir su identidad y diferenciarse, mejorar su capacidad en términos de equilibrio entre recursos y fines, y evitar el riesgo de obsolescencia gracias a una adecuada gestión de sus propios procesos de cambio organizativo. Las más punteras se enfrentan a ellos vía propuestas de autorregulación voluntaria y transparencia, profesionalización, y adopción de nuevos modelos de gestión filantrópica y herramientas de gestión empresarial. La hoja de ruta para conseguir una ventaja competitiva tendrá la confianza como núcleo y los valores, la especialización y el refuerzo de la capacidad organizativa serán los tres ejes que la nutran.

Las fundaciones desenvuelven hoy su labor en un entorno cambiante de alta complejidad. Tomando como punto de partida el modelo, ya clásico, de Michael E. Porter de las fuerzas que configuran la estrategia de una organización (Porter, 1979), podríamos decir que las fundaciones definen sus opciones y estrategias no sólo en función del entorno económico y regulatorio, sino también en función de las opciones y estrategias de una serie de stakeholders o grupos de interés con los que interactúan: fundadores y donantes, medios de comunicación, opinión pública, entidades colaboradoras y competidoras, usuarios y beneficiarios, proveedores, bienes o servicios sustitutivos, nuevos entrantes al mercado, etc. Este imbricado modelo de competencia y cooperación puede trasladarse a un nivel suprasectorial, donde la interacción de las fundaciones y demás entidades del tercer sector con las administraciones públicas y el sector empresarial ha alcanzado de igual modo una intensidad y complejidad sin precedentes.

En el entorno al que nos referimos, y en particular caso de España, las fundaciones conviven con varias fórmulas de participación privada organizada en fines de interés general en un espectro que abarca desde compromisos filantrópicos tradicionales, con apuestas largoplacistas y sin ánimo de lucro, hasta modalidades más próximas al mundo de la publicidad y las relaciones públicas por su carácter ocasional y por ir dirigidas, en cualquier caso, a maximizar los beneficios de la empresa. Un entorno donde el mundo fundacional entabla múltiples puntos de contacto con el empresarial. En este espectro lleno de matices y no exento de discontinuidades, y de mayor a menor compromiso filantrópico y horizonte temporal, arrancaríamos con las entidades no lucrativas dedicadas a la filantropía. Se situarían en ese extremo las fundaciones privadas patrimoniales, seguidas de las fundaciones que, aún no pudiendo financiarse de manera exclusiva gracias a su propio patrimonio, cuentan con autonomía En el entorno al que nos referimos, y en el particular caso de España, las fundaciones conviven con variadas fórmulas de participación privada organizada en fines de interés decisoria. A continuación se encontrarían las fundaciones corporativas, en auge durante las últimas décadas, y las cajas de ahorros y sus fundaciones. Estas modalidades de participación privada en fines de interés general se sitúan en la órbita de la responsabilidad social corporativa (RSC), que nada tiene que ver con la filantropía aunque en muchas ocasiones aparezcan yuxtapuestas y en otras se confundan, pues se refiere a la manera en que las empresas gestionan y mejoran su impacto social y medioambiental para generar valor tanto para sus accionistas como para sus stakeholders (clientes, trabajadores, proveedores, comunidades en las que se insertan y sociedad en general), a través de la innovación en su estrategia, organización y operaciones. La RSC no sólo expresa un compromiso de la empresa con la sociedad sino que puede convertirse en una fuente de ventaja competitiva para ella. Se trata pues de una opción estratégica que debiera permear todo el quehacer de la empresa pero que no precisa necesariamente de fundaciones instrumentales para su implementación. De vuelta al espectro, seguirían las fórmulas de acción social de la empresa (una de las herramientas de la RSC) y el marketing con causa, más tácticas que estratégicas y competencia por lo general de las áreas de marketing, comunicación y relaciones institucionales o recursos humanos. Al final de este espectro de grises se posicionarían todo tipo de figuras a disposición de las empresas previstas en la legislación sobre mecenazgo, fronterizas ya con el mundo del patrocinio publicitario.



El modelo que acabo de describir someramente es propio, por su sofisticación, de las economías más desarrolladas, y pone de manifiesto la puesta al día del tejido empresarial de nuestro país en el ámbito del mecenazgo y la responsabilidad corporativa. Específico de España es, sin embargo, el alcance de la obra social de las cajas de ahorros -en sí mismas entidades financieras de naturaleza fundacional-, bien directamente o a través de fundaciones propias, con una inversión en los últimos cinco años de casi 5.680 millones de euros. [2] Otro tanto podríamos decir, por su creciente complejidad, acerca de las modalidades de interacción de las fundaciones con las administraciones públicas. Los patrones de relación entre el sector fundacional y el público abarcan desde la sustitución a la complementariedad, y desde la instrumentalización (el caso de las fundaciones públicas) a la subvención, pasando por la subcontratación característica, por ejemplo, del tercer sector de servicios sociales.
Son varios los estudios que, a pesar del difícil acceso a fuentes registrales actualizadas para todo el territorio nacional, han abordado la especificidad del sector fundacional español durante la década de los noventa; y lo han hecho desde puntos de vista diferentes (jurídico, económico, etc.), y tanto de manera aislada para las fundaciones (VV.AA., 2001) como de forma agregada en el seno del sector no lucrativo (Ruiz Olabuénaga, 2000). En estos estudios se confirma el boom experimentado por el sector fundacional español tras la llegada de la democracia, con un acelerado crecimiento en el número de entidades, exacerbado en la década de los 90. Este hecho, combinado con el entorno competitivo, cada vez más complejo, que hemos descrito en los párrafos anteriores pone de manifiesto la aparición en España de un mercado de participación privada organizada en fines de interés general, embrión de un verdadero mercado filantrópico, con un número de participantes y un caudal de información disponible crecientes. Ahora bien, volviendo a las especificidades del mundo fundacional, éste se perfila no sólo como un sector joven, sino también como un sector polarizado territorialmente en torno a Cataluña y la Comunidad de Madrid, escasamente capitalizado, minifundista, financiado en porción mayoritaria con fondos públicos aunque en progresiva diversificación, y principalmente dedicado a la prestación de servicios asistenciales y educativos. Este análisis pone de manifiesto una desproporción entre los fines perseguidos por muchas de estas entidades y los medios de que disponen para conseguirlos. Así, la tendencia ha sido a crear fundaciones cada vez menos significativas en términos de dotación, especialmente a partir de 1990, precariedad que se ha trasladado también a las variable de gastos e ingresos (el 42% de las fundaciones creadas entre 1990 y 1997 contaba con ingresos anuales por debajo de los 10 millones de pesetas). [3]

Tras los primeros estudios publicados dentro del proyecto “La economía social en España” sobre la dimensión económica del tercer sector en general y del subsector de asociaciones y fundaciones en particular (Jiménez, 2005), el avance de resultados del análisis monográfico sobre las fundaciones dirigido por los profesores Viaña y Jiménez reitera buena parte del perfil pergeñado en el párrafo anterior y arroja nueva luz sobre su caracterización económica. [4] Se refiere así a un sector sometido a controles administrativos de un rigor sólo comparable al de las entidades financieras españolas, en el que dos terceras partes de las 7.150 fundaciones activas a comienzos de 2001 son “invisibles” (esto es, resultan ilocalizables de todo punto), adoleciendo el otro tercio de una muy escasa transparencia en lo que a la información económica respecta. Concluye que existe un elevado grado de voluntarismo con sólo un 30% de fundaciones con empleados remunerados, y un reducido alcance nacional o internacional al ser la mayoría de fundaciones de ámbito local (28%) o autonómico (32%). Dibuja un sector con mayor proporción de empleo a tiempo parcial, menores salarios medios, mayor feminización y menor productividad, siempre en relación a los promedios para el conjunto de la economía española. Las fundaciones representan el 0,4% del empleo asalariado y el 0,3% del PIB en España. El sector fundacional presenta, en el lado positivo del balance, una modesta capacidad de financiación, en contraste con el fuerte déficit de las asociaciones
LOS RETOS

En este contexto el primer reto al que se enfrentan las fundaciones es un reto identitario. Las fundaciones tienen pendiente, como el tercer sector en su conjunto, definir su identidad en positivo y más allá de la mera negación de lo empresarial o lo público. Deben además afrontar el reto de la diferenciación dentro del propio subsector fundacional, pues la paulatina sofisticación en lo cualitativo a la que nos hemos referido ha ido acompañada de un acelerado incremento del número de fundaciones que hace más urgente que nunca la necesidad que cada fundación tiene de posicionar su marca, misión y programas de forma clara y diferenciadora.

El segundo gran reto para las fundaciones es el de la capacidad. La fragmentación del sector (el minifundismo o tendencia a crear organizaciones cada vez más pequeñas) no sería un problema si no estuviese asociada al desequilibrio entre recursos y fines de las entidades en términos de descapitalización, por un lado, y de dependencia de la financiación pública, por otro. Sin minusvalorar a las fundaciones de tamaño reducido (las fundaciones pequeñas pueden hacer grandes cosas si se especializan) ni a las fundaciones sin patrimonio (depender de la captación de fondos no es problema en tanto en cuanto la estructura de costes y los compromisos ante terceros se ajusten a la variabilidad de los flujos de ingresos), sí es cierto que la desproporción entre los recursos de que disponen muchas fundaciones y los objetivos que persiguen se ha traducido en precariedad, reforzada si cabe por la insuficiente dinámica de colaboración entre algunas y por la falta de especialización de otras (Rey, 2004).

Este desequilibrio entre objetivos y medios no es, sin embargo, exclusivo de las fundaciones captadoras de fondos, sino que puede afectar también a las que pretenden vivir de su propio patrimonio. A la descapitalización ex ante que se produce al fundar sin un capital mínimo inicial que garantice, no ya el sostenimiento de la entidad, sino su simple puesta en marcha, se suma la descapitalización ex post que resulta de aplicar las exigencias de gasto fundacional dictadas por el regulador, máxime en contextos de bajos tipos de interés o atonía bursátil. Sin llegar al nivel abiertamente descapitalizador del sistema estadounidense, que exige a las fundaciones destinar al menos el 5% del valor de sus activos cada año a gasto fundacional, la norma española de destinar a ese apartado al menos el 70% del importe del resultado contable ajustado hace muy difícil, no ya acrecentar el valor en términos reales del patrimonio de una fundación, sino simplemente mantenerlo en el medio y largo plazo, salvo adopción de políticas inversoras de riesgo elevado. [1]
Así las cosas, la capacidad de hacer de muchas fundaciones que se nutren de rendimientos de su propio patrimonio se ve mermada por la mengua del valor real de sus activos. La entrada de nuevos agentes en el mercado con empuje juvenil y recursos sobrados –el caso más mediático el de The Bill and Melinda Gates Foundation, con un capital que superaba a finales

de 2005 los 29.000 millones de dólares- redunda también en una relativa disminución de la capacidad de las fundaciones de mayor solera. En idéntico sentido juega la creciente complejidad de la problemática social que las fundaciones pretenden resolver, pues convierte el impacto real de muchas de sus iniciativas en algo puramente testimonial.

El tercer reto está relacionado con el riesgo de obsolescencia de las fundaciones. Si la resistencia al cambio es connatural a toda organización, en el caso de las fundaciones esta resistencia puede verse incluso reforzada por su naturaleza conservadora. Porque las fundaciones nacen para preservar y acrecentar el mandato de un fundador o fundadores a perpetuidad y, en el caso de aquellas dotadas con patrimonio, también el valor real de sus activos. Resulta cuanto menos paradójico que, a pesar de esta esencia conservadora, la mayoría de las fundaciones persigan fines de interés general íntimamente conectados a la transformación de la sociedad (la educación, la investigación, los servicios sociales, la cultura…), y todo ello en un entorno complejo y en permanente transformación.

Es por ello que muchas fundaciones han dado ya pasos decididos para gestionar sus propios procesos de cambio organizativo, conscientes de que su valor a los ojos de la sociedad dependerá de que logren maximizar el valor de sus soluciones a retos de interés general, una vez descontados los costes administrativos y de perpetuidad (holding costs o coste en valor actual de aplazar gasto fundacional para reforzar la dotación en el presente). [2] En el límite, y conscientes de la dificultad de cuantificar estos parámetros, sólo si esa aportación de las fundaciones es valorada por la sociedad más altamente que el gasto público (en términos de coste de oportunidad de la exención fiscal concedida a las fundaciones), o que la filantropía no organizada y/o no perpetua, la existencia de aquéllas se verá justificada.

LAS TENDENCIAS

¿Cómo se enfrentan las fundaciones más punteras desde el punto de vista de sus estrategias de gestión a estos tres retos –identidad, capacidad y obsolescencia-?

En primer lugar, se autorregulan de forma voluntaria en lo que a transparencia se refiere, conscientes de que esa y otras prácticas de buen gobierno son la solución óptima a cualquier problema de imagen del que el sector pueda adolecer en este momento y previenen males mayores. Más allá de las exigencias de reporting previstas en la legislación vigente, muchas fundaciones están, si no elaborando códigos de buen gobierno centrados en la transparencia o adhiriéndose a los códigos de conducta ya existentes, sí al menos intentando mejorar los procesos de comunicación externa e interna, y muy en particular los que conectan a los patronos con los equipos de personal asalariado y voluntario y, sobre todo, a la organización con sus donantes. Para ellas “comunicación” ha dejado de ser sinónimo de diseminación de información y se ha convertido en una de las herramientas básicas de la estrategia fundacional. [1]

En el caso particular de las fundaciones que dependen de la captación de fondos para su funcionamiento, ese eventual esfuerzo voluntario en pro de la transparencia se ha convertido en un requisito para su supervivencia, pues tanto los donantes individuales como las entidades financiadoras la reclaman en cada vez mayor medida. Las entidades donantes son, de hecho, el principal promotor de este tipo de buenas prácticas por la vía de la comparación con estándares o benchmarking. Buen ejemplo de esta tendencia es la Guía de la transparencia y las buenas prácticas de las ONG de la Fundación Lealtad (2006), que evalúa en su cuarta edición para 115 ONG, muchas de ellas fundaciones, el grado de cumplimiento de nueve principios de transparencia y buenas prácticas: funcionamiento y regulación del órgano de gobierno, claridad y publicidad del fin social, planificación y seguimiento de la actividad, comunicación e imagen fiel en la información, transparencia en la financiación, pluralidad en la financiación, control en la utilización de fondos, presentación de las cuentas anuales y cumplimiento de las obligaciones legales y promoción del voluntariado. Huelga decir que este tipo de iniciativa, y cualquier otra que redunde en más y mejor información para los agentes que participan en el mercado de participación privada organizada en fines de interés general, facilitará enormemente su desarrollo en España.

En segundo lugar, las fundaciones más punteras en materia de gestión procuran profesionalizarla. La profesionalización del sector fundacional camina pareja a su capacidad para atraer personas altamente cualificadas y a las oportunidades de formación continua que un número creciente de foros, asociaciones y otras iniciativas sectoriales brindan (entre ellas

la Asociación Española de Fundaciones, el European Foundation Center, la Coordinadora de ONG para el Desarrollo España o la Plataforma de Entidades de Acción Social).[2]

En tercer lugar, las fundaciones en vanguardia evalúan y adoptan nuevos modelos de gestión filantrópica. Superadas ya la fase caritativa y la filantropía científica característica de principios del siglo XX, el tránsito hacia el XXI ha sido testigo de la convivencia de diversos modelos, desde la venture philanthropy hija del capital riesgo y de la entrada en el mundo filantrópico de jóvenes emprendedores (Letts et al., 1999), hasta el paraguas de la filantropía creativa que da título al último libro de Anheier y Leat (2006), pasando por la propuesta de Tayart de Borms (2005) de que las fundaciones se conviertan en catalizadoras o mediadoras de procesos de cambio social para conseguir un verdadero impacto en un mundo globalizado.

Con mayores o menores dosis de innovación, lo cierto es que todos estos modelos tienen en común dos características. La primera, el abandono de la pura concesión de ayudas como núcleo de la actividad fundacional a favor de la prestación de servicios y de la configuración de mentalidades y comportamientos sociales. La segunda, el arrinconamiento de un paradigma donde la utilidad de las fundaciones se medía en relación a la actividad del sector público complementada o sustituida, a favor de un modelo donde su capacidad de emprender procesos de transformación social, evaluada por su impacto, cobra todo el protagonismo. En este nuevo paradigma las fundaciones adquieren un potencial insospechado, al ampliar su abanico de opciones y metodologías en busca de ese impacto. Además de conceder ayudas, las fundaciones emplean la comunicación estratégica, la colaboración con entidades de todo tipo y la movilización ciudadana; intervienen en procesos decisorios destinados a configurar políticas públicas, promueven investigaciones sociales y hacen activismo. La propia King Baudouin Foundation es un excelente ejemplo de este giro estratégico (Tayart de Borms, 2005), y el trabajo de Anheier y Leat (2006) provee de más casuística en la misma dirección, con análisis de las fundaciones Wallace o Rosenberg o del Joseph Rowntree Charitable Trust.

En cuarto y último lugar, las fundaciones punteras han adoptado herramientas de gestión empresarial, siempre pasándolas por el tamiz de sus valores y necesidades específicos. Entre ellas cabría destacar no sólo la importación de herramientas financieras y de marketing directamente aplicables, sino la implantación de sistemas de planificación estratégica y de gestión de calidad.[3] Esto les ha permitido pasar de una gestión voluntarista a otra preocupada por la eficiencia, y sustituir preocupaciones tácticas por otras más estratégicas, con el fin último de conseguir una efectividad o impacto evaluables. Estas fundaciones, aun reconociendo la dificultad de medir dicha efectividad, se preocupan por formular indicadores de su impacto (sus realizaciones materiales), influencia (su labor de configuración de corrientes de opinión y mentalidades) y apalancamiento (lo que consiguen que otras entidades hagan). Cabe destacar por su alcance el informe “Philanthropy Measures Up”, que incluye un benchmarking de buenas prácticas en medición del impacto filantrópico por parte tanto de venture philanthropists como de fundaciones tradicionales (Annie E. Casey, Edna McConnell

Clark, Bill y Melinda Gates, WK Kellogg, etc.) y un catálogo de herramientas y hallazgos que coadyuvan a dicha medición. [4]

Para concluir este apartado me atrevería a decir que el objetivo último de los nuevos gestores debiera ser reforzar todos aquellos factores que, combinados con las competencias de las fundaciones –que son sus recursos, pero también su capacidad para utilizarlos de forma efectiva-, producen una ventaja competitiva para sus entidades (Porter, 1985). Este concepto ha sido aplicado ya con éxito al mundo de la “filantropía corporativa” (Porter y Kramer, 2002), pero hasta donde sabemos no había sido aplicado todavía al mercado fundacional. La ventaja competitiva de la filantropía corporativa consiste en que la empresa utilice la filantropía para mejorar su entorno competitivo enfocándola al contexto donde desarrolla sus operaciones. En el caso de una fundación los factores que, en combinación con sus competencias, se traducen en una ventaja competitiva son los siguientes: un balance óptimo entre recursos y fines, su naturaleza esencialmente privada, una visión de largo plazo, su autonomía de gobierno y su capacidad para generar soluciones óptimas e ideas innovadoras que reviertan a la sociedad. La combinación de las competencias con estos factores produce fundaciones líderes que crean un mayor valor social y/o a menor coste que otras fórmulas alternativas (empresas, administraciones públicas o individuos).

UNA PROPUESTA DE HOJA DE RUTA

Las fundaciones deberán confeccionar una personal hoja de ruta para brujulearse en este nuevo siglo y avanzar hacia la consecución de una mayor ventaja competitiva. Si tuviéramos que definir el negocio fundacional en una sola palabra, esa palabra sería confianza. La confianza es el núcleo del quehacer de las fundaciones, y es la responsabilidad de sus gestores saber generarla y mantenerla. La confianza de los fundadores, donantes, patronos, usuarios y público en general. Confianza en que la misión de estas organizaciones merece la pena y en que serán capaces de hacerla realidad.

Existen tres ejes sobre los que incidir de forma continuada para generar y alimentar esa confianza. El primero es el de los valores. Las fundaciones deben ser a la vez misionarias y visionarias y, además, buenas comunicadoras. Una fundación sin una misión clara, una visión propia del entorno y de las metodologías para incidir sobre él, y un conjunto de valores a ser posible explícitos se queda corta. El segundo eje pasa por la especialización. Una vez trabajados los valores hay que reajustar los fines de la fundación. Es posible que ello exija un estudio de mercado previo, un reenfoque de la misión y de los objetivos de la organización y, por último, el abandono o externalización de todo aquello que pudiera distraer de esa misión y objetivos enfocados, por doloroso que este proceso pueda resultar. El tercer y último eje es el de la capacidad organizativa. Ajustar los medios o recursos a los nuevos fines requiere de planificación interna, de una estructura lo más flexible posible y de colaboración o al menos coordinación con otras entidades. El círculo virtuoso de la planificación estratégica, donde los objetivos se implementan y evalúan una y otra vez para alimentar el aprendizaje de la organización, resulta sumamente útil a este respecto. La estructura flexible permite a las fundaciones afrontar el reto de la obsolescencia ligeras de equipaje. Un organigrama lo más plano posible y compuesto de gestores de proyectos, con un asesoramiento externo y puntual por parte de expertos, pudiera ser una solución óptima. En cuanto a la colaboración con otras entidades, tanto no lucrativas como públicas o empresariales, es absolutamente obligada si se quiere conseguir un impacto real sobre la sociedad (Vernis et al., 2004).

Un entorno regulatorio que disuada la creación de fundaciones viables y potentes genera un enorme coste de oportunidad para la sociedad. En primer lugar, en términos de oportunidades perdidas de dedicación de recursos privados a fines de interés general. En segundo lugar, en cuanto a oportunidades perdidas de uso más efectivo de recursos públicos, por la vía del tratamiento fiscal favorable concedido a las fundaciones. El argumento contrafactual es incluso más demoledor: qué hubiese sido de los intereses generales en las sociedades occidentales sin la labor de impacto, influencia y apalancamiento de tantas fundaciones durante el siglo XX. La mayor parte de los reguladores occidentales parecen haberlo entendido así, y el siglo XXI ha arrancado con un entorno jurídico-fiscal que reconoce la relevancia de un sector interesado en mejorar sus prácticas de gestión y, sobre todo, preocupado por innovar para conseguir un verdadero impacto social.

El entorno socioeconómico en el que actúa y de los retos de identidad, capacidad y obsolescencia a los que se enfrenta. No se trata sólo de que las fundaciones hayan demostrado una capacidad milenaria para canalizar organizativamente el impulso filantrópico que es connatural al ser humano. Se trata, sobre todo, de la aparición en España de un mercado de participación privada en fines de interés general cada vez más competitivo, donde las fundaciones, vehículo por excelencia de la filantropía organizada, tienen un peso relativo creciente. Al aumento del número de fundaciones propio del último tercio del siglo XX, del que España es un caso paradigmático, hay que sumar mejoras cualitativas tanto internas (profesionalización de la gestión) como externas (esfuerzo por una mayor transparencia).

En este contexto los órganos de gobierno y directivos de las fundaciones son responsables por partida triple. Deben dirigirlas de la manera más eficiente y efectiva posible al objeto de conseguir el impacto social deseado. Deben mejorar su capacidad organizativa y conciliar un esfuerzo por especializarse o diferenciarse con dinámicas de colaboración con entidades complementarias. En segundo término, deben también ser capaces de comunicar esos resultados a la sociedad. Y deben, por último, mantener el rumbo orientado permanentemente hacia los valores que animan la misión de sus fundaciones. Un sector fundacional caracterizado por la búsqueda continua de excelencia y un fuerte compromiso personal de los órganos de gobierno y demás equipo humano con la misión de cada entidad es el mejor posible para que la vocación de fundar se contagie, la relación de confianza con el regulador y la sociedad en general se alimente y el sector atraiga mayores recursos y nuevo talento.

A raíz de la donación por parte de Warren Buffett de 37.000 millones de dólares a The Bill and Melinda Gates Foundation en junio de 2006, la filantropía ha vuelto a protagonizar la actualidad informativa y algunos medios de comunicación han evocado una célebre cita de 1889 de Andrew Carnegie, verdadero ideólogo de la filantropía organizada y perpetua del s. XX, que golpeó las conciencias de sus coetáneos:

... el hombre que muere dejando tras de sí millones de riqueza disponible, que debiera haber administrado en vida, pasará “sin ser llorado, sin honra y sin que le canten”, sean cuales sean los destinos de esa escoria que no puede llevarse consigo. En casos como éste el veredicto público será: “El hombre que muere rico de este modo muere en desgracia.”

Para finalizar este artículo, preferimos otra cita de su rabiosamente actual The Gospel of Wealth, quizás menos conminatoria, pero de gran calado para todos los que deciden dedicar sus recursos a la filantropía organizada:

Conviene recordar que se requiere no menos capacidad que la que generó la riqueza para utilizar ésta de manera que sea realmente beneficiosa para la comunidad.
En los albores del s. XXI, un nuevo filántropo, Bill Gates, ha reformulado esta preocupación de Carnegie al constatar que “distribuir dinero de manera efectiva a fines caritativos no es tan fácil como podría pensarse. La disciplina y una estrategia son esenciales. Es imperativo dar sabiamente”. El acervo de conocimiento acumulado por las fundaciones a lo largo de tantos años administrando recursos sin ánimo de lucro y en beneficio de la sociedad ha de ser utilizado como trampolín hacia la filantropía del nuevo siglo, caracterizada por aunar un compromiso misionario con una orientación estratégica hacia resultados mensurables.

Fuente Fundación Luís Vives
Autora: Marta Rey

martes, 10 de febrero de 2009

La calidad de vida y el tercer sector: nuevas dimensiones de la complejidad



En este artículo, Julio Alguacil reivindica la importancia del tercer sector (la sociedad civil y lo comunitario) a la hora de definir el concepto de calidad de vida desde la sostenibilidad. Esto implica un muevo modelo de participación, en el que la ciudadanía recupera el protagonismo en la ciudad, tanto en la toma de decisiones como en la mejora de las condiciones de vida, entendida no sólo en términos cuantitativos, sino también cualitativos.

"El Consejo de la Comunidad de Cliffdale, que había estado negociando letárgicamente con las autoridades municipales para conseguir mayor poder en los asuntos locales, comenzó a pedir a los residentes que pasaran a la acción directa, que levantaran calles pavimentadas que no fueran estrictamente indispensables para el tránsito y pusieran allí tierra de otras zonas donde había excedentes, como los bosques cercanos. Se juntaron la basura y lo excrementos para apoyo y fertilizante del terreno, y en la primera temporada los jardines de la calle habían rendido ya sus verduras".
David Morris y Karl Hess [2]

Morris y Hess no sólo recogen un proceso de autogestión de barrio en Norteamérica, sino que tras esa escogida cita podemos entrever un modelo social alternativo que pone en relación aspectos de índole cultural (identidad, apropiación, participación), ambiental (medio ambiente urbano, reciclaje, ampliación verde) y económico (desarrollo endógeno, local). Esta cita, nos permite adentrarnos en un enfoque de carácter integral donde se manifiesta una búsqueda de la potencialidad de las interdependencias entre sectores y variables que inciden en ámbitos locales. ¿Utopía?, ¿Nuevos fenómenos?. Este artículo no pretende sino ser una aproximación a ambos interrogantes, ser un tanto utópicos quizás significa definir el futuro. Pero también analizar, mejor expresado en este caso, apuntar, la emergencia de fenómenos cualitativamente significativos, estrategias, de compromiso y de análisis, que debemos plantearnos.

Hay unos sentidos paradójicos irresueltos en los albores de la sociedad postindustrial y en la nueva cultura de la postmodernidad, y fruto de ella un complejo entramado de efectos perversos que impelen a otro sentido de la reflexividad. La superación de lo comunitario en su sentido arcaico no ha conseguido su correlato en la alteridad, en la diversidad, en la solidaridad, en la sociedad igualitaria del estado del bienestar. Se trata también, en estas líneas, de ayudar a resolver los enigmas que encierran esas contrariedades, y por tanto, nos queremos distanciar de antemano de cualquier enfoque nostálgico del comunitarismo propio de períodos pre-industriales. Si bien, ahora más que nunca hay que pensar en una reconciliación de la ciudad con el hombre, y ese es el reto que tenemos planteado. El sentido de redescubrir los nuevos retos desde la ciudadanía, desde el sujeto integrante e integrado en su medio territorial y social.



Reconocer la complejidad para entender nuestros límites
[3]

El sistema urbano como modelo y soporte en el contexto socio-cultural en el que nos desenvolvemos representa un conjunto de espacios geográficos múltiples y diversificados convenientemente clasificados por el orden institucional. Pero estos espacios, son también espacios sociales y están interrelacionados entre sí, siendo cada uno de ellos parte integrada en un todo, siendo el todo un conjunto de espacios en interacción, solapados y complementados. El orden institucional es totalizador, imprime un modelo total que llamamos metropolitano, de naturaleza global, donde pierden algo de su esencia las partes que lo conforman. El orden institucional, es un orden lógico, que aplica una organización del conocimiento positivista que "separa (distingue o desarticula) y une (asocia, identifica); jerarquiza (lo principal, lo secundario) y centraliza (en función de un núcleo de nociones maestras). Estas operaciones que utilizan la lógica, son de hecho comandadas por principios "supralógicos" de organización del pensamiento o paradigmas, principios ocultos que gobiernan nuestra visión de las cosas y del mundo sin que tengamos conciencia de ello" [Morin, 1994].

La configuración del conocimiento asentado en una segmentación del tiempo y de la información en compartimentos estancos establece de facto una separación entre la conciencia del "yo" y la cosmología sistémica, o lo que es lo mismo, se simplifica y se crean escisiones en la concepción del mundo. La consiguiente jerarquización de las distintas categorías del conocimiento supone la prevalencia de unas ideas, de unos razonamientos, de unas disciplinas sobre otras que quedan sometidas a la tradición y centralidad imperativa de las primeras. Ese aprendizaje no sólo rechazará la estructura integral de los procesos, la interdependencia de las variables y de las diferentes disciplinas, sino que con ello provocará intervenciones humanas lineales y filtradas que, dando la espalda a otras lógicas y a otras variables, provocarán efectos perversos y disfunciones en el sistema.

La parcelación del conocimiento del llamado positivismo científico tiene su correlato en las estrategias del orden institucional, y lo que nos interesa, en las intervenciones humanas sobre el territorio. Las distintas disciplinas que intervienen sobre el territorio sufren igualmente de la jerarquía de las estructuras dominantes. Mientras se complejizan las escalas mayores se simplifican las escalas menores, mientras se apuesta por las lógicas externas se dan de lado las lógicas internas. Así, paradójicamente el pensamiento globalizador es un pensamiento simple, el pensamiento total viene acompañado por un tratamiento (análisis, actuación, acción) sectorial estratégicamente aislado que pierde el sentido de su integración en un sistema más amplio al que aporta esencia. Siguiendo a García Bellido en su propuesta de convergencia transdisciplinar del conocimiento de las ciencias del territorio aparece como reto la reconfiguración de los conocimientos fraccionados para hacerlos más aptos para su aplicación técnico-política "con la finalidad de satisfacer necesidades y aumentar el bienestar social y la eficiencia de la utilización de los recursos escasos" [García Bellido, 1994].

El sistema urbano, es eso, un sistema, es decir una asociación combinatoria de elementos diferentes afectados y relacionados entre sí. O mejor aún, aceptando la tesis de Salvador Rueda "la ciudad es un ecosistema" según lo cual "los ecosistemas urbanos pueden describirse en términos de variables interconectadas de suerte que, para una variable dada exista un nivel superior o inferior de tolerancia, más allá de las cuales se produce necesariamente la incomodidad, la patología y la disfunción del sistema". Cada uno de esos elementos que conforman el ecosistema urbano cumple sus funciones complejas y no deben entenderse exclusivamente como meros elementos cuyo sumatorio es igual al todo. La disyunción de los elementos, la separación de los espacios en ámbitos monofuncionales, el "zonning urbano" hasta sus más extremas expresiones, representan una victoria de la simplicidad urbana sobre la complejidad urbana, proclama un nuevo orden de lo sectorial frente al orden de lo integral. Esa traslación de la "complejidad" de los ámbitos urbanos de rango local a la "complejización" de la metrópoli supone de facto la separación de la acción urbana de los contextos y/o ámbitos concretos. Lo micro, lo específico, lo local, se hace más dependiente de modelos totalizadores, la esencia se diluye como azucarillo en vaso de agua, en un sistema urbano reconvertido en modelo, en una ideología justificada y apoyada por una gestión del desarrollo tecnológico y unos usos energéticos que orientados en determinadas direcciones unívocas favorece la movilidad, la difusión de las actividades y la segregación de las funciones urbanas.

Este modelo totalizador es posible por el desbordamiento de la urbanización en donde el concepto de ciudad pierde su propiedad para expresar una realidad territorial y demográfica que constituyen nebulosas multinucleares caracterizadas por la discontinuidad del modelo de ocupación del territorio. Aparecen así, nuevas acepciones sustitutivas del concepto de ciudad y de desarrollo urbano para definir una urbanización cada vez más indefinida e imprecisa: conurbación, aglomeración urbana, área metropolitana, megalópolis... Es incuestionable que el avance del modelo de la urbanización (metropolitano) va aparejado al retroceso de lo urbano (la ciudad) lo que lleva inevitablemente a una expansión en el terreno ideológico del pensamiento simple: entre los ámbitos extremos del alojamiento y la metrópoli apenas hay posibilidad de supervivencia para los ámbitos intermedios, tildados inadecuadamente de preindustriales, y como consecuencia de ello no hay lugar para la sociodiversidad, para las subculturas, para las identidades diferenciadas.

Ese pensamiento simple es una lógica, que como tal es una "dialógica" [Morin, 1994]. El principio de la "dialógica" mantiene la existencia de la dualidad en cualquier razonamiento lógico, dualidad que, por tanto, en última instancia podría ser reforzada por la propia lógica. "Uno suprime al otro pero, al mismo tiempo, en ciertos casos, colaboran y producen la organización y la complejidad. El principio dialógico nos permite mantener la dualidad en el seno de la unidad. Asocia dos términos a la vez complementarios y antagonistas". La negación de algo posibilita su potencial existencia cuando (en términos dialécticos) suponga que podamos comprender la "tesis", descubrir la "antítesis" y llegar a la reformular de la "síntesis". Si bien, será en la medida que el sistema urbano se encuentre "tensionado", que aumente la escasez de recursos, los conflictos y la insostenibilidad, los que obliguen -en palabras de S. Rueda- "a cambiar el modelo teleológico actual por otro sistémico (holístico) que sustente la organización y la complejidad de los sistemas urbanos" [Salvador Rueda, 1994].

En esa dialógica y en la oposición entre "local" y "cosmopolita" ya señalaba M. Castells cómo el polo "local" se desdobla en un tipo de comportamiento "moderno" y un comportamiento "tradicional", siendo el segundo constituido por el repliegue de una comunidad residencial sobre sí misma, con gran consenso interno y fuerte diferenciación respecto al exterior, mientras que el primero se caracteriza por una sociabilidad abierta, aunque limitada en su compromiso, ya que coexiste con una multiplicidad de relaciones fuera de la comunidad residencial [Castells, 1979]. Esta ambivalencia, de repliegue y resistencia, de recomposición y de afirmación de lo local, se revela también en distintos autores ya clásicos, como Lefebvre, que no muestran con ello sino la continua readaptación de esos espacios sociales intermedios y que en expresión de H. Lefebvre significa que "este reparto está determinado, por una parte, por la sociedad en su conjunto, y por otra parte, por las exigencias de la vida inmediata y cotidiana". Estos espacios intermedios ("el barrio") "no es más que una ínfima malla del tejido urbano y de la red que constituye los espacios sociales de la ciudad. Esta malla puede saltar, sin que el tejido sufra daños irreparables. Otras instancias pueden entrar en acción y suplir sus funciones y sin embargo, es en este nivel donde el espacio y el tiempo de los habitantes toman forma y sentido en el espacio urbano" [Lefevre, 1967].

La simplificación urbana y la complejización (cada vez más incontrolable en un sentido democrático), que no complejidad, de la mundialización nos insta a repensar el ámbito local como una comunidad de conciencia global (en gran medida determinada globalmente), pero con base local y con algún nivel y mayor potencialidad de vertebración social propia. La recuperación de la escala humana en la intervención humana pasa irrenunciablemente por el cuestionamiento de los efectos negativos del sistema mundial a la vez que nos desvela una primera cuestión a resolver: La racionalidad separada que supone el distanciamiento y aislamiento de los sujetos frente a la realidad social en la que se inscriben.



La calidad de vida: una nueva complejidad de la que hay que partir

La naturaleza humana busca una continua superación. El concepto de satisfacción de las necesidades está continuamente abierto, connotado de subjetivismo y de valores culturales emergentes en cada contexto y estadio de la evolución social, de tal forma que siempre es un punto de partida. Hay, por tanto, que considerar en todo momento los nuevos valores, pero además éstos no sólo se construyen tras la adopción de nuevos retos, sino que también se construyen a partir de nuevos problemas que el propio desarrollo social va generando. Los límites al crecimiento continuado en un sistema natural abierto es el origen de la controversia entre desarrollo y medio ambiente; y las sucesivas crisis en cascada.

Persisten viejas necesidades y aparecen otras nuevas que en gran medida son cuantificables. Fenómenos como la complejización de los ciclos familiares, el envejecimiento demográfico, la incorporación de la mujer al trabajo, la inmigración de extranjeros, la crisis estructural del empleo, la crisis del modelo educativo, etc. son fenómenos que se suceden con rapidez y que implican la necesidad de crear y reconvertir actuaciones asistenciales. Pero también nuevos valores sociales y formas de vida que se derivan de esos fenómenos precisan de nuevas formas de uso y de gestión.

Desde la Teoría de las Necesidades [4] algunos autores han establecido la distinción entre las "necesidades como carencia" y "las necesidades como aspiración" [Chombart de Lauwe, 1971], las primeras vienen a determinar lo que falta para alcanzar la satisfacción de los niveles mínimos socialmente establecidos, se inscribe en consecuencia más en un plano de lo cuantitativo, lo distributivo, lo económico. Mientras, las necesidades como aspiración de los sujetos definen la apertura de nuevas expectativas motivadas tras la satisfacción de necesidades fisiológicas y básicas, lo que nos lleva a entender -en el sentido que establece Maslow- que las necesidades jamás se satisfacen plenamente, permaneciendo continuamente bajo una condición de carencia relativa [Maslow, 1982].

Las necesidades en forma de deseos se construyen por tanto en función de dimensiones más desde las cualidades, más estructurales, más determinados por valores emergentes y modelos culturales al uso. Si el análisis ha discurrido tradicionalmente sobre la ausencia de recursos que ha impedido la cobertura de mínimos aceptables y la distribución de los mismos, ahora también lo es el cómo la satisfacción de nuevas necesidades que superando esos mínimos no supongan una degradación del medio ambiente más allá de un determinado límite máximo, y con ello la quiebra de la satisfacción de otras necesidades, de la satisfacción de las necesidades básicas de determinados colectivos o en otros lugares. Se trata de reconstruir el concepto de necesidad desde la sostenibilidad, no exclusivamente desde la carencia relativa.

El concepto de calidad de vida
La calidad de vida es un constructo social relativamente reciente que surge en un marco de rápidos y continuos cambios sociales. Es fruto de los procesos sociales que dirigen la transición de una sociedad industrial a una sociedad postindustrial. Tras la consecución, relativamente generalizada en occidente y socialmente aceptada de las necesidades consideradas como básicas (vivienda, educación, salud, cultura), se vislumbran aquellos efectos perversos provocados por la propia opulencia del modelo de desarrollo económico. Externalidades de carácter ambiental producen nuevas problemáticas de difícil resolución bajo los presupuestos de la economía ortodoxa, pero también a las tradicionales externalidades sociales (pobreza, desempleo) hay que añadir otras de carácter psico-social derivadas de los modelos de organización y de gestión en la relación del hombre con la tecnología y las formas de habitar. Las grandes organizaciones y la enajenación del individuo de los proceso de decisión, la impersonalidad de los espacios y de los modelos productivos, la homogeneización de los hábitos y de la cultura a través de los mass media que refuerzan estilos de vida unidimensionales, de individuación, de impersonalidad, producen la pérdida de referentes sociales de pertenencia y de identidad. Mientras que a la vez emergen nuevas posibilidades en relación a la mayor disponibilidad de tiempo libre que hace posible desarrollos personales y la emergencia de nuevos valores sociales, otras dimensiones de la relación con la naturaleza y con los demás.

Precisamente el concepto de calidad de vida en su vertiente más cualitativa, subjetiva, emocional o cultural surge como contestación a los criterios economicistas y cuantitativistas del que se encuentra impregnado el denominado estado del bienestar. El concepto de calidad de vida retoma la perspectiva del sujeto, superando y envolviendo al propio concepto de bienestar. Por ello es difícil acotar un concepto que se construye socialmente como una representación social que un colectivo puede tener sobre su propia calidad de vida. De ahí la necesidad de profundizar en los aspectos más emocionales que se derivan del concepto, y más concretamente en los procesos de desarrollo de la identidad social. El sentimiento de satisfacción y la realización personal no pueden entenderse sin introducir la noción de apropiación y la idea de la dirección controlada conscientemente por los propios sujetos. Así autores como Levi y Anderson describen como calidad de vida "una medida compuesta de bienestar físico, mental y social, tal y como lo percibe cada individuo y cada grupo, y de felicidad, satisfacción y recompensa (...) Las medidas pueden referirse a la satisfacción global, así como a ser componentes, incluyendo aspectos como salud, matrimonio, familia, trabajo, vivienda, situación, competencia, sentido de pertenecer a ciertas instituciones y confianza en los otros" [Levi y Anderson, 1980]. Que llevan a E. Pol a la afirmación que "esta definición nos acota una concepción de calidad de vida como un constructo complejo y multifactorial, sobre el que pueden desarrollarse algunas formas de medición objetivas a través de una serie de indicadores, pero en el que tiene un importante peso específico la vivencia que el sujeto pueda tener de él" [Pol, 1994].

Cuando nos referimos al concepto de calidad de vida estamos haciendo referencia a una diversidad de circunstancias que incluirían, además de la satisfacción de las viejas necesidades, el ámbito de relaciones sociales del individuo, sus posibilidades de acceso a los bienes culturales, su entorno ecológico-ambiental, los riesgos a que se encuentra sometida su salud física y psíquica, etc. Es decir, se esta haciendo referencia a un término que es sinónimo de la calidad de las condiciones en que se van desarrollando las diversas actividades del individuo, condiciones objetivas y subjetivas, cuantitativas y cualitativas. La pieza central de la calidad de vida es la comparación de los atributos o características de una cosa con los que poseen otras de nuestro entorno [Blanco, 1988]. Es un concepto que, por tanto, se encuentra sujeto a percepciones personales y a valores culturales, pero que hace referencia también a unas condiciones objetivas que son comparables.

Por tanto, la diversidad de aspectos sectoriales y globales que pueden incidir en la falta de calidad de vida hace que cada uno de ellos obtenga su propia carta de naturaleza. Así, por ejemplo, la calidad residencial o la calidad urbana, es por tanto, un aspecto parcial como otros con los que se encuentra relacionado, pero en ningún caso es periférico dentro de la calidad de vida.

La delimitación del concepto de la calidad de vida no tiene, por tanto un único sentido. Su construcción precisa de la autoimplicación de tres grandes perspectivas lógicas.

La relación solapada que se establece entre los distintos vértices del triángulo nos marca diversas disciplinas en el tratamiento de la calidad de vida. Igualmente el planteamiento complejo incide en la idea de sostenibilidad en la medida que hay que buscar puntos de equilibrio que no supongan una degradación de cada una de las perspectivas:

1. Relación entre calidad ambiental y bienestar: Ecología urbana.

2. Relación entre calidad ambiental e identidad cultural: Antropología cultural.

3. Relación entre bienestar e identidad cultural: Desarrollo social.

A su vez cada una de las perspectivas, siguiendo con la representación triangular, las podemos desgranar en fragmentos que se ponen en contacto entre sí y que según giremos a modo de caleidoscopio podremos encontrar sus elementos de autoimplicación.

La relación combinada entre cada una de las perspectivas con el resto nos abren distintas lógicas y sentidos en la construcción de la Calidad de Vida.

Se trata de superar lo meramente cuantitativo para introducir también los aspectos cualitativos. Se trata de asumir la complejidad incorporando nuevas dimensiones capaces de superar la visión simplista de la lógica del bienestar por una perspectiva compleja de "calidad de vida". El concepto de calidad de vida permite y también obliga a considerar el análisis de la complejidad. Es decir, de cómo el exceso de satisfacción de unas "necesidades relativas" en términos cuantitativos, que generalizadas son insostenibles, pueden ir en detrimento del medio ambiente y de la identidad cultural, por lo que se introduce en la construcción del concepto de la Calidad de Vida el efecto autorregulativo que implica la sostenibilidad del desarrollo.

La consideración del concepto de Calidad de Vida como un enfoque multidimensional que aporta complejidad nos revela una segunda cuestión a resolver: La fragmentación del tiempo y la compartimentación del espacio que establecen la separación de las cosas de las otras cosas, la falta de integración en lo sectorial.

Desde ese carácter multidimensional e interdependiente de las variables que permiten el acceso a la calidad de vida se sugieren nuevas vías de incisión en el desarrollo social que introducen nuevas formas y contenidos. A través del concepto de calidad de vida se incorpora la sostenibilidad ambiental y se puede recuperar el sentido de las necesidades culturales de identidad (apropiación, participación, sociabilidad). La reacción de la sociedad a las indicios del deterioro de las condiciones de habitabilidad precisa de un cambio de sentido que sólo parece posible con la democratización de las estructuras y la concienciación de los ciudadanos. La emergencia de un tercer sector con capacidad de control sobre los procesos aparece como determinante, pero además atraviesa las distintas variables que intervienen en los distintos aspectos que van definiendo el sentido de la calidad de vida. Un nuevo elemento para asumir la complejidad.



El tercer sector: Un nuevo elemento para asumir la complejidad

La satisfacción de las necesidades sociales en el modelo de sociedad occidental surgida tras la última guerra mundial era resultado de un crecimiento que se preconizaba ilimitado, en un contexto de apuesta por el estado del bienestar y la concordia social como segura referencia frente a la amenaza del modelo representado por los países del telón de acero. Tanto la insistencia el crecimiento ilimitado con un proceso acelerado de concentración e internacionalización de la economía, frente al todavía mínimo avance de la conciencia ambiental en términos de práctica política y económica; como el derrumbe de los países del denominado socialismo real, han ahuyentado temores y han consolidado el marco ideológico que proclama la incapacidad, la ineficacia y los demás efectos considerados como negativos del sector público.

Mientras el sistema del mercado afronta la insostenibilidad ecológica como un problema de inversión y por tanto ese problema obtendrá solución dentro de la lógica del monetarismo, es decir, cuando la producción y la renta alcancen ciertos niveles que permitan asumir las mejoras ambientales. Desde el sector mercado se presenta un empeño por conciliar el crecimiento económico con la sostenibilidad ambiental, cuando cada uno de estos dos conceptos se refieren a niveles de abstracción diferentes y siendo el flujo circular en el que la inversión pretende corregir la degradación ocasionada por el propio sistema que la produce inviable en el mundo físico [Naredo, 1996].

Ese modelo del crecimiento mercantil y las correspondientes restructuraciones económicas no sólo no son capaces de resolver las contrariedades con el ecosistema natural, sino que también ha acrecentado las desigualdades sociales, y con ello han procurado una fragmentación social hasta límites que no tienen precedentes. Ello es más ostensible en las metrópolis americanas (del Sur y también del Norte), pero también en Europa las tendencias apuntan hacía una emergencia de la denominada "Ciudad Dual" [Castells, 1991] donde son crecientes las contradicciones, los conflictos entre instituciones y ciudadanos, y el distanciamiento cada vez mayor entre los sectores con mayores rentas y mayores oportunidades para la promoción social y acceso a los mejores puestos y servicios, frente aquellos otros sectores descualificados y excluidos de los procesos generadores de riqueza. En todo caso, parece que la polarización "sólo se verá contrarrestada por el impulso de la tendencia contraria representada por una sociedad local movilizada, organizada y consciente de si misma" [Castells, 1991].

Si bien parece que el debate debería superar la lógica unidireccional entre Estado y Mercado e implicar la emergencia de un tercer sector que ayude a descubrir la capacidad de incisión y los compromisos que cada uno de los sectores puede aportar desde una perspectiva de la calidad de vida. La crisis del Estado del bienestar deja paso a otras dos posibles vías: el mercado y/o lo comunitario. Se trata, por tanto, de reflexionar sobre las nuevas necesidades sociales y que parte de responsabilidad y compromiso puede adoptar cada uno de los sectores (lo público, lo privado o lo comunitario) en su definición.

Surgen nuevas iniciativas, fundamentalmente en espacios de periferia social, que son una respuesta al sentido perverso de la metropolitanización. Inscritas en el ámbito local son, sin embargo, experiencias que recogen las nuevas perspectivas de la problemática global. Son iniciativas que adoptan nuevos valores y otro tipo de necesidades de corte más radical, ya no se trata tanto de reivindicar como de poner en práctica aquello que se plantea. Se interrelacionan necesidades materiales con las culturales de ejercer una presencia directa de los afectados. Importa más la autovaloración, la apropiación, la autogestión o el control a pequeña escala que unos logros cuantitativos espectaculares. Son nuevos movimientos que se recrean en nuevos aspectos como la sostenibilidad ambiental, la calidad de vida y la corresponsabilidad, aspectos todos ellos que refuerzan el sentido de la complejidad.
Si la emergencia de las denominadas iniciativas invisibles en los análisis sobre contextos de subdesarrollo, periferia o dependencia [Elizalde, 1986] se fundamentan en la debilidad del Estado y del Mercado, en el contexto de los países occidentales esas pequeñas iniciativas que se plantean la "rehabilitación urbano ecológica" (Hanh , 1994) de las ciudades vienen de la mano de la necesidad de afrontar la problemática social y ambiental de las grandes conurbaciones a través de nuevos formas de hacer política, de nuevos modelos de gestión, de la integración de los sujetos en el espacio y en los procesos.

Más bien la mayor complejidad social precisa de análisis complejos y debe ir acompañada de modelos integrales de intervención capaces de revelar permanentemente las necesidades cambiantes, y de establecer las modificaciones de las estructuras de definición y de gestión de los recursos. Ello pasa necesariamente por una mayor implicación de los sujetos en el descubrimiento y determinación de sus propias necesidades, y en la participación y decisión sobre los mecanismos adecuados para satisfacerlas.

En definitiva, el denominado Tercer Sector emerge como un nuevo componente de la complejidad que nos muestra la tercera cuestión a resolver: La concentración y jerarquización del poder que condena la enajenación del sujeto del control de los procesos sociales.


A modo de conclusión

Se pretende concretar y reseñar aquí algunos sentidos que dan cuerpo al tercer sector como componente de la complejidad. Ya hemos visto, como por un lado es necesario nuevas respuestas a las nuevas condiciones emergentes en la estructura social, pero también aparecen nuevas aspiraciones sociales, necesidades de corte más cultural y de corte más radical, ambos sentidos presentan pautas de confrontación o al menos de diferenciación con respecto a la gestión exclusivamente pública o con respecto a las recientes inclinaciones a establecer una gestión meramente privada. El solapamiento de ambos fenómenos, fragmentación social y nuevas aspiraciones culturales, nos permiten establecer esos rasgos definitorios en un esquema trilógico:

1. La relación entre condiciones y sujetos (La satisfacción de las necesidades). Frente a una "Racionalidad Separada", una "Racionalidad Integrada": Se trata de superar la tradicional divergencia entre la cultura institucional y la cultura de los ciudadanos. Es necesario adecuar las acciones institucionales a la historia y características económicas y sociales de las comunidades locales. Frente a la tradicional separación de las funciones y de los sujetos, que de hecho suponen una enajenación de los ciudadanos de los procesos de diseño de los espacios, contenedores, servicios y actividades, y que supone también la exclusión de determinadas condiciones sociales emergentes, es necesario poner en marcha los mecanismos que permitan a los propios sujetos afectados identificarse y sentir como propios los espacios y las actividades. Sólo si los sujetos, a través de su experiencia, tienen posibilidad y capacidad para ser creativos en la organización del espacio, en el contenido de las actividades y en la distribución del tiempo podrían crearse las condiciones adecuadas para optimizar la rentabilidad social y económica de los mismos. Pero también a través de ese modelo de implicación se crean las requisitos más favorables para que los ciudadanos puedan devenir en procesos de redescubrimiento, concienciación y autorregulación de las necesidades, y por tanto en la detección de las carencias reales. En este sentido los espacios a escala humana son el ámbito adecuado que permite una restauración social y ambiental.

2. La relación entre el espacio y la condiciones (La sostenibilidad). Frente a la fragmentación del tiempo y la sectorialización del espacio y las funciones, incidir en el solapamiento y articulación de los sectores de actividad humana: Se trata de poner en contacto y aprovechar las sinergias de los sectores de intervención provocando a la vez un efecto de mayor comunicación entre los usuarios separados por la lógica institucional. Integración sectorial y vertebración del tejido social son dos elementos que pueden y deben ir acompañados. En ese sentido junto a la coordinación de los objetivos específicos de cada una de las políticas sectoriales (producción, reproducción y distribución) habría que incorporar una nueva función estratégica: la sociabilidad en primer término a través de la accesibilidad y de la creación de canales estables de coordinación entre los sectores, y de comunicación entre los distintos tipos de usuarios.

3. La relación entre el espacio y los sujetos (La gobernabilidad). Frente a la jerarquización y la centralización de las decisiones, hay que instituir vínculos entre los procesos de decisión, los agentes sociales afectados, y los análisis y métodos de evaluación. En el contexto actual de crisis estructural bajo componentes muy heterogéneos (sociales, ambientales, económicos) adquieren singular importancia todos aquellos aspectos del ámbito de la participación y de los modelos de gestión en claro contraste con la lógica de la rentabilidad y la estrategia del corto plazo. En primer lugar es necesario establecer una coordinación administrativa en un doble sentido vertical y horizontal, mediante la creación de una red de intereses mutuos entre los organismos locales, autonómicos y estatales encargados de la creación y gestión de los procesos que deben ir de la mano de una descentralización efectiva y una comunicación más fluida.


Ello sentaría las bases que podrían alentar mecanismos para una participación real y directa en los aspectos de la gestión de los procesos sociales, de las intervenciones y de las prestaciones del sistema urbano. En definitiva se trata de articular la potencialidad y la capacidad de los usuarios para autogestionar los servicios y los espacios como objetivo estratégico para alcanzar mayor rentabilidad social y mayor calidad de vida. Precisamente ello nos lleva finalmente a considerar la necesidad de integrar adecuadamente los análisis y a incorporar métodos de evaluación, y nuevos indicadores de gestión, de manera que se pueda evaluar el rendimiento social en relación a las prestaciones y los recursos disponibles.

En síntesis desde los nuevos retos (nuevas externalidades sociales y ambientales) que debe de afrontar el Estado de Bienestar se derivan la necesidad de una nueva cultura de la intervención en los procesos sociales. Pero también desde ahí y desde la vertiente de las necesidades más radicales aparecen nuevas posibilidades que desde lo local den respuesta a problemáticas globales. Frente a las políticas sectoriales (para la reproducción, producción y la distribución) que requieren de una única función y unos instrumentos de gestión que resuelven efectos primarios y se encuentran enajenados del sujeto, son necesarios nuevos instrumentos capaces de afrontar los efectos secundarios (Desvertebración social, simplicidad urbana, incomunicación, distanciamiento de los ciudadanos de las instituciones, crisis ambiental, crisis de empleo...) desde una vertiente cualitativa. Se trata de rellenar espacios de actividad social, recuperación y ampliación ambiental mediante herramientas que recreen los sentimientos de pertenencia y de identidad, que permitan la apropiación de los espacios y la participación en la toma de decisiones. En definitiva, completar la trilogía del concepto de la calidad de vida afrontando problemas sectoriales autoimplicados con y para el sujeto, en donde la sociabilidad se inscribe como un factor de primordial importancia.



Referencias bibliográficas

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Elizalde, A; Cepaur (1986) Desarrollo a escala humana, una opción para el futuro (Development Dialogue, n. especial, 1986)

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Fecha de referencia: 30-11-1997

lunes, 9 de febrero de 2009

La Responsabilidad Social Corporativa en España


JOSE MANUEL ARECES.-
En España, la RSC tiene su origen a finales de los años 90 a través de la Asociación de Instituciones de Inversión Colectiva y Fondos de Pensiones (INVERCO) que introduce el concepto de Inversión Social Responsable. Siguiendo las tendencias mundiales de RSC, las organizaciones sociales intentaban fomentar el ahorro responsable, si bien para poder incluir empresas españolas en las carteras de determinados fondos de inversión y de otros productos éticos financieros era necesario conocer la situación del entramado empresarial español en este ámbito.
Por otro lado, la cada vez mayor internacionalización de las empresas españolas provocó que la sociedad se preocupara por el comportamiento de estas empresas fuera de nuestras fronteras. De esta forma, los grupos de interés han ido presionando hasta transformar progresivamente los valores y perspectivas de la actividad empresarial. Hoy en día, los empresarios están cada vez más convencidos de que el éxito comercial y los beneficios duraderos para sus accionistas no se obtienen únicamente con una maximización de los beneficios a corto plazo, sino con un comportamiento orientado por el mercado, pero responsable.

Progresivamente, un mayor número de empresas son conscientes de que pueden contribuir al desarrollo sostenible orientando sus operaciones con el fin de favorecer el crecimiento económico y aumentar su competitividad, al tiempo que garantizan la protección del medio ambiente y fomentan la responsabilidad social, incluidos los intereses de los consumidores. Ello, unido a las recientes tendencias de transparencia e información que, en la actualidad se exigen a las empresas (principalmente a aquellas que cotizan en Bolsa), ha dado lugar a que muchas de ellas hayan comenzado a elaborar y publicar informes con las actuaciones responsables en los ámbitos laboral, social y medioambiental que han llevado a cabo durante el año. Para estos informes, que reciben generalmente el nombre de Memorias de Sostenibilidad, en la actualidad la mayoría de las empresas siguen los criterios de elaboración del Global Reporting Initiative (GRI).

De la filantropía desinteresada a la filantropía corporativa estratégica


JOSE MANUEL ARECES.-Las empresas han comenzado a adoptar la RSC no sólo como resultado de presiones de los consumidores, los proveedores, la comunidad, las organizaciones de activistas, los inversionistas, etc. (también llamados en conjunto stakeholders); la RSC es también una actividad estratégica adicional en la competencia comercial.

La empresa desempeña un papel muy importante en la vida de las personas no sólo como generadora de empleo y de riqueza, sino como agente de desarrollo en las comunidades en la que están insertas. Las grandes empresas son conscientes de ello y aprovechan las expectativas que genera la RSC para obtener ventajas competitivas (ayudan ayudándose). La filantropía corporativa ha dejado de ser una actividad autónoma confiada a una fundación y cada vez más forma parte de las estrategias que contribuyen a realizar el objeto social de la empresa.
FUENTE:WIKIPEDIA